Hermanos y hermanas en Cristo, el clamor resuena en nuestros corazones: ¡Ni una mujer más víctima de la violencia! Como hijos e hijas del Dios que ama y protege, no podemos cerrar los ojos ante el sufrimiento de nuestras hermanas. Recordemos que cada mujer es creada a imagen y semejanza de Dios, merecedora de amor, respeto y dignidad. La violencia, en cualquiera de sus formas, es una abominación que contradice el plan divino de paz y armonía.

Jesús, nuestro modelo a seguir, mostró compasión y defendió a los marginados y oprimidos. Él nos llama a hacer lo mismo, a ser manos que sanan y voces que claman por justicia. No podemos ser indiferentes ante el dolor de nuestras hermanas; debemos ser agentes de cambio, instrumentos de la gracia de Dios para transformar vidas y comunidades.

Nuestra iglesia es  un faro de esperanza, un lugar seguro donde las mujeres encuentren refugio, apoyo y sanidad. Debemos educar y concientizar sobre la violencia de género, desafiando las actitudes y creencias que la perpetúan. 

“Como iglesia de Cristo, alzamos nuestra voz con firmeza y amor: ¡Ni una mujer más maltratada, golpeada, abusada, muerta! Somos llamados a ser luz en la oscuridad, refugio seguro para las afligidas y voz de justicia para las oprimidas.